Las prisas no son buenas

Cuando el deseo y la urgencia de satisfacer nuestras pulsiones se hace apremiante, solemos cometer errores. Sí, pluralizo porque me incluyo, pues hay momentos en que mis instintos afloran y también yo he tomado decisiones apresuradas que luego han resultado no ser las más apropiadas.

Podría hablar de mis errores, pero opino que hay que aprender de ellos y no estancarse rumiándolos.

Yo asumo mi total y absoluta equivocación con quienes no merecían ni un sólo minuto de mi confianza y de mi tiempo (y me alegro de no haberles dedicado mucho, aunque a veces parece demasiado).

Pero el hecho de que nos defrauden también es en parte nuestra responsabilidad. Somos lo que hemos decidido ser, elegimos el camino que recorremos y a quienes nos acompañan en el trayecto.

Es divertido y puede resultar muy satisfactorio improvisar o ceder ante caprichos ocasionales, hacer una pequeña locura excitante o romper la rutina con algo inesperado. Pero hay que meditar las decisiones importantes y ser conscientes de las consecuencias de dichas decisiones.

Siempre que tomo en consideración a un nuevo aspirante a servirme le digo que se tome su tiempo para conocerme, tiempo que yo necesito para conocerlo, para entrar en su mente si me interesa lo que veo y siento. Ahora bien, si superado el período de adaptación lo tomo a mi servicio (y, por supuesto, si él desea entregarse a mi), entonces seré yo quien tome las decisiones.

Yo misma suelo frenar los intentos de acelerar las cosas, porque si deseo una relación de larga duración, prefiero construir unos cimientos fuertes y no edificar en el aire para que cualquier brisa derrumbe mis objetivos. Y si no veo nada que me interese, iré apartando a ese aspirante ansioso.